INSCRUTABILI DEI CONSILIO
ENCÍCLICA
INSCRUTABILI
DEI CONSILIO
DEL SUMO PONTÍFICE
LEÓN XIII
SOBRE LOS PROBLEMAS
QUE ATAÑEN A LA IGLESIA Y A LA FE
Venerables Hermanos, salud y
bendición apostólica
1. Introducción
Elevados, aunque sin merecerlo,
por inescrutables designios de Dios, a la cumbre de la dignidad Apostólica, al
momento sentimos vehemente deseo y necesidad de dirigiros nuestras palabras, no
sólo para manifestaros los sentimientos de nuestro amor íntimo, sino para
alentaros también a vosotros, que sois los llamados a compartir con Nos nuestra
solicitud, a sostener juntamente con nosotros la lucha de nuestros tiempos en
defensa de la Iglesia de Dios y la salvación de las almas, cumpliendo en esto
el encargo que Dios nos ha confiado.
Pues, desde los primero días de
nuestro Pontificado se Nos presenta a la vista el triste espectáculo de los
males que por todas partes afligen al género humano: esta tan generalmente
difundida subversión de las supremas verdades, en las cuales, como en sus
fundamentos, se sostiene el orden social; esta arrogancia de los ingenios, que
rechaza toda potestad legítima; esta perpetua causa de discordias de donde
nacen intestinos conflictos y guerras crueles y sangrientas; el desprecio de
las leyes que rigen las costumbres y defienden la justicia; la insaciable
codicia de bienes caducos y el olvido de los eternos, llevada hasta el loco
furor con el que se ve a cada paso a tantos infelices que no temen quitarse la
vida; la poca meditada administración, la prodigalidad, la malversación del los
fondos públicos, así como la imprudencia de aquellos que, cuanto más se
equivocan tanto más trabajan por aparecer defensores de la patria, de la
libertad y de todo derecho; esa especie, en fin, de peste mortífera, que llega
hasta lo íntimo de los miembros de la sociedad humana, y que no la deja
descansar, anunciándole a su vez nuevos acontecimientos y calamitosos sucesos.
2. La autoridad de la
Iglesia despreciada
Nos, empero, estamos persuadidos
de que estos males tienen su causa principal en el desprecio y olvido de
aquélla santa y augustísima autoridad de la Iglesia, que preside al género
humano en nombre de Dios, y que es la garantía y apoyo de toda autoridad legítima.
Esto lo han comprendido
perfectamente los enemigos del orden público, y por eso han pensado que nada
era más propicio para minar los fundamentos sociales, que el dirigir tenazmente
sus agresiones contra la Iglesia de Dios; hacerla odiosa y aborrecible por
medio de vergonzosas calumnias, representándola como enemiga de la
civilización; debilitar su fuerza y su autoridad con heridas siempre nuevas,
destruir el supremo poder del Pontífice Romano, que es en la tierra el guardián
y defensor de las normas inmutables de lo bueno y de lo justo. De ahí es,
ciertamente, de donde han salido esas leyes que quebrantan la divina
constitución de la Iglesia católica, cuya promulgación tenemos que deplorar en
la mayor parte de los países; de ahí, el desprecio del poder episcopal; las
trabas puestas al ejercicio del ministerio eclesiástico, la dispersión de
las Órdenes religiosas y la venta en subasta de los bienes que servían para
mantener a los ministros de la Iglesia y a los pobres; de ahí también, el
que las instituciones públicas, consagradas a la caridad y a la beneficencia,
se hayan sustraído a la saludable dirección de la Iglesia; de ahí, en fin, esa libertad
desenfrenada de enseñar y publicar todo lo malo, cuando por el contrario se
viola y oprime de todas maneas el derecho de la Iglesia de instruir y educar la
juventud. Ni tiene otra mira la ocupación del Principado civil, que la
Divina Providencia ha concedido hace largos siglos al Pontífice Romano, para
que él pueda usar libremente y sin trabas, para la eterna salvación de los
pueblos, de la potestad que le confirió Jesucristo.
No hemos hecho mención de todos
estos quebrantos, Venerables Hermanos, no para aumentar la tristeza que esta
desgraciadísima situación infunde en vuestros ánimos, sino porque comprendemos
que por ella habéis de conocer perfectamente la gravedad que han alcanzado las
cosas que deben ser objeto de Nuestro ministerio y de Nuestro celo, y con
cuanto empeño debemos dedicarnos a defender y amparar con todas Nuestras
fuerzas a la Iglesia de Cristo y a la dignidad de esta Sede Apostólica atacada
especialmente en los actuales y calamitosos tiempos con tantas calumnias.
3. La Iglesia y los
principios eternos de verdad y de justicia
Es bien claro y manifiesto,
Venerables Hermanos, que la causa de la civilización carece de fundamentos
sólidos, si no se apoya sobre los principios eternos de la verdad y sobre las
leyes inmutables del Derecho y de la justicia y si un amor sincero no une
estrechamente las voluntades de los hombres, y no arregla suavemente el orden y
la naturaleza de sus deberes recíprocos. ¿Quién es empero, el que se atreve
ya a negar que es la Iglesia la que habiendo difundido el Evangelio entre
las naciones, ha hecho brillar la luz de la verdad en medio de los pueblos
salvajes, imbuidos de supersticiones vergonzosas, y la que les ha conducido al
conocimiento del Divino Autor de todas las cosas y a reflexionar sobre sí
mismos; la que habiendo hecho desaparecer la calamidad de la esclavitud, ha
vuelto a los hombres a la originaria dignidad de su nobilísima naturaleza; la
que, habiendo desplegado en todas partes el estandarte de la Redención, después
de haber introducido y protegido las ciencias y las artes, y fundado,
poniéndolos bajo su amparo, institutos de caridad destinados al alivio de todas
las miserias, se ha cuidado de la cultura del género humano en la sociedad y en
la familia, las ha sacado de su miseria, y las ha formado con esmero para un
género de vida conforme a las dignidad y a los destinos de su naturaleza? Y
si alguno de recta intención, compara esta misma época en que vivimos, tan
hostil a la Religión y a la Iglesia de Jesucristo, con aquellos
afortunadísimos tiempos en los que la Iglesia era respetada como madre, se
quedará convencido de que esta época, llena de perturbación y ruinas, corre
en derechura al precipicio; y que al contrario, los tiempos en que más han
florecido las mejores instituciones, la tranquilidad y la riqueza y prosperidad
públicas, han sido aquellos más sumisos al gobierno de la Iglesia, y en el que
mejor se han observado sus leyes. Y si es una verdad que los muchísimos
beneficios que Nos acabamos de recordar, y que proceden del ministerio y
benéfico influjo de la Iglesia, son obras gloriosas de verdadera civilización,
lo es a su vez que ten lejos está la Iglesia de aborrecerla y rechazarla, que
más bien cree se le debe alabanza por haber hecho con ella los oficios de
maestra, nodriza y madre.
4. El verdadero
progreso aproxima la humanidad a Dios
Antes bien, esa civilización
que choca de frente con las santas doctrinas y las leyes de la Iglesia no es
sino una falsa civilización, y debe considerársela como un nombre vano y vacío.
Y prueba de esto, bien manifiesta son los pueblos que no han visto brillar la
luz del Evangelio; y en los que se han podido notar a veces falsas apariencias
de civilización; más ninguno de sus sólidos y verdaderos bienes ha podido
arraigarse ni florecer en ellos. En manera alguna, pues, puede considerarse
como un progreso de la vida civil, aquel que desprecia osadamente todo poder
legítimo; ni puede llamarse libertad, la que torpe y miserablemente cunde
por la propaganda desenfrenada de los errores, por el libre goce de perversas
concupiscencias, la impunidad de crímenes y maldades, y la opresión de los
buenos ciudadanos, cualquiera que sea la clase a la que pertenecen. Siendo
como son estos principios, falsos, erróneos y perniciosos, seguramente no
tienen la virtud de perfeccionar la naturaleza humana y engrandecerla, porque
el pecado hace a los hombres desgraciados (Proverbios 14, 24); sino
que es consecuencia absolutamente lógica, que, corrompidas las inteligencias y
los corazones, por su propio peso precipiten a los pueblos en un piélago de
desgracias, debiliten el buen orden de cosas, y de esa manera hagan venir tarde
o temprano la pérdida de la tranquilidad pública y la ruina del Estado.
5. El Pontificado y la
sociedad civil
¿Y qué puede haber más inicuo, si
se contemplan las obras del Pontificado Romano, que el negar cuánto y cuán bien
han merecido los Papas de toda la sociedad civil? Ciertamente, Nuestros
predecesores procurando el bien de los pueblos, nunca titubearon en emprender
luchas de toda clase, sobrellevar grandes trabajos, y, puestos los ojos en
el cielo, no inclinaron jamás la frente ante las amenazas de los impíos, ni
consintieron en faltar con vil condescendencia bajamente a su misión movidos
por adulaciones o promesas. Esta Sede Apostólica fue la que recogió y unió
los restos de la antigua desmoronada sociedad. Ella fue la antorcha amiga, que
hizo resplandecer la civilización de los tiempos cristianos; ella fue el áncora
de salvación en las rudísimas tempestades que azotaron el humano linaje; ella,
el vínculo sagrado de concordia, que unió unas con otras a las naciones lejanas
entre sí y de tan diversas costumbres; ella, el centro común, finalmente, de
donde partía así la doctrina de la Religión y de la fe como los auspicios y
consejos en los negocios y la paz. ¿Para qué más? ¡Grande gloria es para los
Pontífices Máximos la de haberse puesto constantemente, como baluarte
inquebrantable, para que la sociedad no volviera a caer en la antigua
superstición y barbarie!
¡Ojalá que esta saludable
autoridad nunca hubiera sido olvidada y rechazada! De seguro que ni el
Principado civil hubiera perdido aquel esplendor augusto y sagrado que la
Religión le había impreso, único que hace digna y noble la sumisión, ni
hubieran estallado tantas sediciones y guerras, que enlutaron de estragos y
calamidades la tierra, ni los reinos, en otro tiempo florecientes, hubieran
caído al abismo desde lo alto de su grandeza arrastrados por el peso de toda
clase de desventuras. De esto son ejemplo también los pueblos de Oriente;
que rompiendo los suavísimos vínculos que les unían a esta Sede Apostólica,
vieron eclipsarse el esplendor de su antiguo rango, y perdieron, a la vez, la
gloria de las ciencias y de las artes y la dignidad de su imperio.
6. Italia y el Romano
Pontífice
Los insignes beneficios que se
derivaron de la Sede Apostólica a todos los puntos del globo, los ponen de
manifiesto los ilustres monumentos de todas las edades; pero se dejaron sentir
especialmente en la región italiana, la cual cuanto más cercana a dicha Sede
Apostólica estaba, tanto más abundantes frutos recogió de ella. Italia debe
reconocerse, en gran parte, deudora a los Romanos Pontífices de su verdadera
gloria y grandeza, con que se elevó sobre las demás naciones. Su autoridad y
paternal benevolencia le han protegido no sólo una vez contra los ataques de
sus enemigos, y le han prestado la ayuda y socorro necesarios para que la fe
católica fuese siempre conservada en toda su integridad en los corazones de los
italianos.
Apelamos especialmente, para no
ocuparnos de otros, a los tiempos de San León Magno, de Alejandro II, de
Inocencio III, de San Pío V, de León X y de otros Pontífices, con cuyo auxilio
y protección Italia se libró del horrible exterminio con que la amenazaban los
bárbaros, conservó incorrupta su antigua fe, entre las tinieblas y miserias de
un siglo menos culto, nutrió y mantuvo viva la luz de las ciencias y el
esplendor de las artes. Apelamos a esta, Nuestra augusta ciudad, Sede del
Pontificado, la cual sacó de ellos el mayor fruto y la singularísima ventaja de
llegar a ver, no sólo el inexpugnable alcázar de la fe, sino también el asilo
de las bellas artes, morada de la sabiduría, admiración y envidia del mundo.
Por el esplendor de tales hechos, que la historia nos ha trasmitido en
imperecederos monumentos, fácil es reconocer que sólo por voluntad hostil y por
indigna calumnia, a fin de engañar a las muchedumbres, se ha podido
insinuar, de viva voz y por escrito, que la Sede Apostólica sea obstáculo a la
civilización de los pueblos ya a la felicidad de Italia.
7. La soberanía del
romano Pontífice
Si todas las esperanzas, pues, de
Italia y del mundo universo descansan en esa influencia saludabilísima para el
bien y utilidad común de la que goza la Autoridad de la Sede Apostólica, y en
los lazos muy íntimos que todos los fieles mantienen con el Romano Pontífice,
razón demás hay para que Nos ocupemos con el más solícito cuidado en conservar
incólume e intacta la dignidad de la Cátedra Romana, y en asegurar más y más la
unión de los miembros con la Cabeza, de los hijos con el Padre.
Por lo tanto, para amparar ante
todo y del mejor modo que podamos los derechos de la libertad de esta Santa
Sede, no dejaremos nunca de esforzarnos para que Nuestra autoridad sea
respetada; para que se remuevan los obstáculos que impiden la plena libertad de
Nuestro ministerio y de Nuestra potestad; y que se Nos restituya a aquel estado
de cosas en que la Sabiduría divina desde tiempos antiguos, había colocado a
los Pontífices de Roma. No Nos mueve a pedir este restablecimiento, Venerables
Hermanos, un vano deseo de dominio y de ambición; sino que así lo exigen
Nuestros deberes y los solemnes juramentos que Nos atan; y además, porque no
sólo es necesario este principado para tutelar y conservar la plena libertad
del poder espiritual, sino también porque es evidentísimo que, cuando se trata
del Principado temporal de la Sede Apostólica, se trata a la vez la causa del
bien y de la salvación de la familia humana.
De aquí que nos, en cumplimiento
de Nuestro encargo, por el que venimos obligados a defender los derechos de la
Iglesia, de ninguna manera podemos pasar en silencio las declaraciones y
protestas que Nuestro Predecesor Pío IX, de feliz memoria, hizo repetidamente,
ya contra la ocupación del principado civil, ya contra la violación de los
derechos de la Iglesia Romana, las mismas que Nos por estas Nuestras letras
completamente renovamos y confirmamos.
8. Acercamiento a la
Iglesia fuente de autoridad y salvación
Y al mismo tiempo dirigimos
nuestra voz a los Príncipes y supremos Gobernantes de los pueblos, y una y otra
vez les rogamos, en el nombre augusto del Dios Altísimo, que no repudien el
apoyo, que en estos peligrosos tiempos les ofrece la Iglesia; que se agrupen en
común esfuerzo, en torno a esta fuente de autoridad y salud; que estrechen cada
vez más con ella íntimas relaciones de amor y observancia. Haga Dios que ellos,
convencidos de estas verdades, y reflexionando sobre la doctrina de Cristo,
al decir de San Agustín, si se observa, es la gran salvación del Estado (S.
Agustín, Epist. 138, alias 5 ad Marcellinum n. 15) y que en la
conservación y respeto de la Iglesia están basadas la salud y prosperidad
públicas, dirijan todos sus cuidados y pensamientos a aliviar los males con que
se ven afligidas la Iglesia y su Cabeza visible; y el resultado sea tal, que
los pueblos que ellos gobiernan, conducidos por el camino de la justicia y de
la paz, vengan a disfrutar en adelante una nueva era de prosperidad y gloria.
Y a fin de que sea cada vez
más firme la unión de toda la grey católica con el Supremo Pastor, Nos
dirigimos ahora a vosotros, con afecto muy especial, Venerables Hermanos, y
encarecidamente os exhortamos, a que, con todo el fervor de vuestro celo
sacerdotal y pastoral solicitud, procuréis inflamar en los fieles que os están
confiados el amor a la Religión, que les mueva a unirse más fuertemente a esta
Cátedra de verdad y de justicia, a recibir de ella con sincera docilidad de
inteligencia y de voluntad todas las doctrinas, y a rechazar en absoluto
aquellas opiniones, por generalizadas que estén, que conozcan ser contrarias a
las enseñanzas de la Iglesia.
9. La doctrina
conforme a la fe católica
A este propósito los Romanos
Pontífices, Nuestros Predecesores, y últimamente Pío IX, principalmente en el
Concilio Ecuménico Vaticano, teniendo en vista las palabras de San Pablo: Estad
sobre aviso, que ninguno os engañe con filosofías y vanos sofismas, según la
tradición de los hombres, según los elementos del mundo, y no según Cristo (Colosenses,
2, 8 ), no dejaron de reprobar, cuando fue necesario, los errores corrientes, y
señalarlos con la Apostólica censura. Y Nos, siguiendo las huellas de Nuestros
Predecesores, desde esta Apostólica Cátedra de verdad, confirmamos y renovamos
todas estas condenaciones rogando con instancia al mismo tiempo al Padre de las
luces que, perfectamente conformes con todos los fieles en un solo espíritu y
en un mismo sentir, piensen y hablen como Nos. Es. empero, de vuestro encargo,
Venerables Hermanos, emplearos con todas vuestras fuerzas para que la semilla
de las celestes doctrinas sea esparcida con mano pródiga en el campo del
Señor, y para que, desde muy temprano, se infundan en el alma de los fieles las
enseñanzas de la fe católica, echen en ella profundas raíces, y sean
preservadas del contagio del error. Cuanto más se afanan los enemigos de la
Religión por enseñar a los ignorantes, y especialmente a la juventud, doctrinas
que ofuscan la inteligencia y corrompen las costumbres, tanto mayor
debe ser el empeño para que no sólo el método de la enseñanza sea apropiado y
sólido, sino principalmente para que la misma enseñanza sea completamente
conforme a la fe católica, tanto en las letras como en la ciencia, muy
principalmente en la filosofía de la cual depende en gran parte la buena
dirección de las demás ciencias, y que no tienda a destruir la revelación
divina, sino que se complazca en allanarle el camino y defenderla de los que la
impugnan, como nos ha enseñado con su ejemplo y con sus escritos el gran
Agustín, el Angélico Doctor y los demás maestros de la sabiduría cristiana.
10. La corrupción de
la familia
Pero la buena educación de la
juventud, para que sirva de amparo a la fe, a la Religión, y a la integridad de
las costumbres, debe empezar desde los más tiernos años en el seno de la
familia, la cual, miserablemente trastornada en nuestros días, no puede
volver a su dignidad perdida, sino sometiéndose a las leyes con que fue
instituida en la Iglesia por su divino Autor. El cual, habiendo elevado a la
dignidad de Sacramento el matrimonio, símbolo de su unión con la Iglesia, no
sólo santificó el contrato nupcial, sino que proporcionó también eficacísimos
auxilios a los padres y a los hijos para conseguir fácilmente, con el
cumplimiento de sus mutuos deberes, la felicidad temporal y eterna. Mas
después que leyes impías, desconociendo el carácter sagrado del matrimonio, le
han reducido a la condición de contrato meramente civil, siguióse
desgraciadamente por consecuencia que, profanada la dignidad del matrimonio
cristiano, los ciudadanos vivan en concubinato legal, como si fuera matrimonio;
que desprecien los cónyuges las obligaciones de la fidelidad, a que mutuamente
se obligaron; que los hijos nieguen a los padres la obediencia y el respeto;
que se debiliten los vínculos de los afectos domésticos, y, lo que es de pésimo
ejemplo y muy dañoso a la honestidad de las públicas costumbres, que muy
frecuentemente un amor malsano termine en lamentable y funestas separaciones.
11. La restauración de
la familia en Dios
Tan deplorables y graves
desórdenes, Venerables Hermanos, no pueden menos de excitar y mover vuestros
celos a amonestar con perseverante insistencia a los fieles confiados a vuestro
cuidado, a que presten dócil oído a las enseñanzas que se refieren a la
santidad del matrimonio cristiano y obedezcan las leyes con que la Iglesia
regula los deberes de los cónyuges y de su prole.
Conseguiríase también con esto
otro de los más excelentes resultados, la reforma de cada uno individualmente
porque, así como de un tronco corrompido brotan rama viciadas y frutos
miserables, así la corrupción, que contamina las familias, viene a contagiar y
a viciar desgraciadamente a cada uno de los ciudadanos. Por el contrario,
ordenada la sociedad doméstica conforme a la norma de la vida cristiana, poco a
poco se irá acostumbrando cada uno de sus miembros a amar la Religión y la
piedad, a aborrecer las doctrinas falsas y perniciosas, a ser virtuosos, a
respetar a los mayores, y a refrenar ese estéril sentimiento de egoísmo, que
tanto enerva y degrada la humana naturaleza. A este propósito convendrá
mucho regular y fomentar las asociaciones piadosas, que, con grandísima ventaja
de los intereses católicos, han sido fundadas, en nuestros días sobre todo.
12. Motivos de
esperanza
Grande son ciertamente y
superiores las fuerzas del hombre, Venerables Hermanos, todas estas cosas
objeto de Nuestra esperanza y de Nuestros votos; empero, habiendo hecho Dios
capaces de mejoramiento a las naciones de la tierra, habiendo instituido la Iglesia
para salvación de las gentes, y prometiéndole su benéfica asistencia hasta la
consumación de los siglos, Nos abrigamos gran confianza de que, merced a los
trabajos de vuestro celo, los hombres ilustrados con tantos males y
desventuras, han de venir finalmente a buscar la salud y la felicidad en la
sumisión a la Iglesia y al infalible magisterio de la Cátedra apostólica.
Entre tanto, Venerables Hermanos,
antes de poner fina estas Nuestras Letras, no podemos menos de manifestaros el
júbilo que experimentamos por la admirable unión y concordia en que vivís unos
con otros y todos con esta Sede Apostólica; cuya perfecta unión no sólo es
el baluarte más fuerte contra los asaltos del enemigo, sino un fausto y feliz
augurio de mejores tiempos para la Iglesia; y así como Nos consuela en gran
manera esta risueña esperanza, a su vez convenientemente Nos reanima para
sostener alegre y varonilmente en el arduo cargo que hemos asumido, cuantos
trabajos y combates sean necesarios en defensa de la Iglesia.
Tampoco Nos podemos separar de
los motivos de júbilo y esperanza que hemos expuesto, las demostraciones de
amor y reverencia, que en estos primeros días de Nuestro Pontificado, Vosotros,
Venerables Hermanos, y juntamente con vosotros han dedicado a Nuestra humilde
persona, innumerables Sacerdotes y seglares, los cuales, por medio de
reverentes escritos, santas ofrendas, peregrinaciones y otros piadosos
testimonios, han puesto de manifiesto que la adhesión y afecto que tuvieron
hacia Nuestro dignísimo Predecesor, se mantienen en sus corazones ten firmes,
íntegros y estables, que nada pierden de su ardiente fuego en la persona de su
sucesor, tan inferior en merecimientos para sucederle en la herencia. Por estos
brillantísimos testimonios de la piedad Católica, humildemente alabamos la
benigna clemencia del Señor, y a vosotros, Venerables Hermanos, y a todos
aquellos amados Hijos de quienes los hemos recibido, damos fe públicamente y de
lo íntimo del corazón de Nuestra inmensa gratitud, plenamente confiados, en que,
en estas circunstancias críticas y en estos tiempos difíciles, jamás ha de
faltarnos vuestra ardiente adhesión y el afecto de todos los fieles. Ni dudamos
que tan excelentes ejemplos de piedad filial y de virtud cristiana tendrán gran
valor para mover el corazón de Dios clementísimo a que mire propicio a su grey,
y a que de a la Iglesia la paz y la victoria. Y porque Nos esperamos que más
pronta y fácilmente serán concedidas esa paz y esa victoria, si los fieles
dirigen constantemente sus votos y plegarias a Dios para obtenerla, Nos
profundamente os exhortamos, Venerables Hermanos, a que excitéis con este
objetos los fervientes deseos de los fieles, poniendo como mediadora para con
Dios a la Inmaculada Reina de los cielos, y por intercesores a San José,
patrono celestial de la Iglesia, a los Santos Príncipes d los apóstoles, Pedro
y Pablo, a cuyo poderoso patrocinio Nos encomendamos suplicante Nuestra humilde
persona, los órdenes todos de la jerarquía de la Iglesia y toda la grey del
Señor.
13. Conclusión
Aparte de esto, Nos vivamente
deseamos que estos días, en que recordamos solemnemente la Resurrección de
Nuestro Señor Jesucristo, sean para vosotros, Venerables Hermanos, saludables y
llenos de santo júbilo, y pedimos a Dios benignísimo, que con la Sangre del
Cordero Inmaculado, con la que fue cancelada la escritura de nuestra
condenación, sean lavadas las culpas contraídas, y con clemencia mitigado el
juicio que a ellas nos sujetan.
La gracia de Nuestro Señor
Jesucristo, la caridad de Dios y la comunicación del Espíritu Santo sea con
todos vosotros (II Corintios 13, 13), Venerables Hermanos, a
quienes a todos y a cada uno, así como a los queridos hijos del Clero y pueblo
de vuestras iglesias, en prenda especial de benevolencia y como presagio de la
protección celestial, Nos concedemos, con el amor más grande, la Apostólica
Bendición.
Dado en Roma, junto a San
Pedro, en el solemne día de Pascua, 21 de abril del año 1878, primero de
Nuestro Pontificado.
LEÓN PP XIII
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