Menvielle y la Patria Dr. Antonio Caponnetto
El ser de la patria En las
páginas de una obra suya escrita en 1940, a la que tituló esperanzadamente
Hacia la Cristiandad, el Padre Julio Meinvielle explica con propiedad teológica
cuál es el origen histórico del Occidente Cristiano.
Tres apóstoles, nos dice, Pedro,
Juan y Santiago, fueron especialmente distinguidos por el Señor. A ellos llamó
con nombres significativos y ubicó en sitiales particulares. A ellos quiso
revelar su gloria en el Tabor y confiar su agonía en Getsemaní. Y en ellos, que
están representadas y encarnadas las tres virtudes teologales, se encuentra la
raíz y el núcleo de la Christianitas.
Decir Pedro es decir Roma y
nombrar la Fe. Santiago es la Esperanza y es España, fuerte e indoblegable,
precisamente por su sentido heroico de la esperanza. Y Juan es la Caridad, y la
caridad abrazó a Francia con la misión de San Potino que envió San Policarpo
mártir, discípulo de Juan. Por eso Pedro, Santiago y Juan; Fe, Esperanza y
Caridad; Roma, España y Francia, son profundas y olvidadas trilogías que
explican el origen y la cumbre de nuestros orígenes, y que se hallan
substancialmente ínsitas en nuestra identidad nacional.
Quiere significar lo antedicho, entonces,
que estas tierras americanas nuestras, en cuyo vértice austral está enclavada
la Argentina, nació –gracias a España- como una rama viva de la Cristiandad.
Pero la Cristiandad –sigue enseñando Meinvielle- es Cristo adorado y servido
públicamente, es el ordenamiento de la vida temporal bajo la principalía del
Señor, es vivir de acuerdo al Evangelio y conformar a las sabias e
imprescriptibles enseñanzas de la Cátedra de la Unidad, toda la vida de los
estados nacionales. Va de suyo que si la patria quiere ser fiel a sus días
fundacionales, no puede sino bregar por la Cristiandad, abriendo sin temores y
de par en par las puertas al Redentor, como diría Juan Pablo II.
En consecuencia, el ser más íntimo y más hondo
de la patria no hay que buscarlo en brumosas ideologías, ni en desencaminados
indigenismos, ni en jacobinas revoluciones, sino en la Civilización Cristiana,
o por más augusto nombre, en la Ciudad Católica. Y si recordamos – como insiste
el Padre Meinvielle- que nuestra Madre España, la que nos daría este ser, fue
“conquistada a Jesucristo por Santiago”, justo es recordar asimismo que Santo
Tomás ha llamado a aquel apóstol procipuus debellator adversariorum Dei, esto
es, principal luchador contra los enemigos de Dios. ¿Puede alguien no entender este
claro mensaje de los orígenes patrios? ¿Puede alguien moralmente sano
desentenderse de este legado que nos viene de los días del principio?
Lo que Meinvielle viene a
predicarnos en suma, es que nacimos católicos, apostólicos y romanos, con
vocación imperial –como la que tuvo Hispania; esto es, evangelizadora de
pueblos y con misión de luchadores intrépidos, como el Jacobeo a quien Jesús
llamó Boanerges, hijo del trueno, y llama, lumbre y vértigo en el ímpetu
misionero.
El estar de la patria
Pero el Padre Julio no se
engañaba, ni enmascaraba o diluía la dura realidad de la patria enferma que le
tocó presenciar. Sufría por ella, como ante una madre que se desangra y
agoniza. “La patria fue su herida”, díjole el Padre Sato. Y acertaba.
En una de sus tantas conferencias
políticas pronunciada en los albores de la década del sesenta –movida por el
fragor de las circunstancias, es cierto, pero iluminada con la filosofía
perenne- Meinvielle llamó Guerra Revolucionaria al mal mayor que aquejaba a la
nación. Y la denominación es pertinente y adecuada, porque esa guerra, según
nos lo explica, empieza por negar “los derechos públicos de la Verdad, y los de
la tradición auténtica de la Europa Cristiana”. Se trata entonces de una
cuestión primeramente religiosa, de esas que Donoso Cortés invitaba a encontrar
detrás de toda aparente cuestión política.
La maldita revolución así
definida, tenía en cautiverio a la Argentina. Y el Padre Meinvielle no hacía
acepción de personas al señalarla y combatirla. Bajo la llamada década infame o
bajo el frondizismo, con el peronismo y sin él, con los militares populistas o
con los liberales, con los azules o los colorados. Cambiaban los hombres y las
denominaciones eventuales, pero el motor de esa Revolución Mundial seguía
siendo localizable en la judeomasonería, y el motor de esta fuerza seguía
siendo el odio a Jesucristo. Hacer lo contrario de la Revolución era, pues, la
salida y el camino, si de rescatar a la patria se trataba. No una revolución
contraria, diría de Maistre, sino lo contrario de la Revolución.
Escuchemos directamente sus
palabras. “Los cimientos más profundos de nuestra nación son cristianos, y los
males que nos aquejan son desviaciones anticristianas [...] La primera virtud
que nos hace falta en esta coyuntura es la fortaleza. Tener la voluntad de
querer salir del estado de postración en que nos encontramos. Esa voluntad ha
de estar arraigada[...] al menos en un grupo de argentinos dispuestos a la
muerte por el bien de la patria [...] Un nacionalismo, hoy, sólo puede ser
salvador de la patria si tiene capacidad y empuje para remontar la pendiente
por donde viene deslizándose al abismo la humanidad. Y sólo los valores
cristianos vividos auténticamente, contienen esa fuerza [...] La Patria no se
puede salvar sino con un acto de heroísmo que tenga capacidad para remontar la
pendiente por donde nos deslizamos” (cfr. su El Comunismo en la Argentina,
Buenos Aires, Dictio, 1974, p.490,488,,485).
De la Cristiandad a Versailles
Bien aprendido tenía el Padre
Julio, aquel mensaje evangélico, según el cual, quien es fiel en lo poco será
en lo mucho fiel. Por eso, sus indicaciones sobre el ser y el estar de la
patria, y principalmente sus enseñanzas sobre el rescate necesario y urgente de
la misma, no se quedaban en el terreno siempre lícito de las especulaciones o
de las grandes y necesarias convocatorias políticas. Se volcaban a la acción,
se traducían en obras, se expresaban en bienes tangibles. Y a cada paso de su
vida sacerdotal parece decirnos con gestos concretos, que no se puede amar a la
patria sino se empieza amando la cuadra en la que se vive, el barrio en el que
se habita, la parroquia que se frecuenta, la vecindad de carne y hueso con la
que convivimos a diario.
Así lo hizo, por ejemplo, desde Nuestra Señora de la Salud, campo
propicio que Dios le pusiera en su camino, para probar con creces esta
fidelidad católica y argentina, esta posibilidad cierta de edificar la
cristiandad en el pago chico, este irrenunciable afán de ser patriota de la
tierra y patriota del cielo. “Para Meinvielle” –dice Fabián González Arbas-
“las fechas y los símbolos patrios tenían un alto significado cívico y no
pasaron nunca inadvertidos. A decir verdad, buena parte de la formación que [la
parroquia Nuestra Señora de] La Salud brindaba a través del método scout estaba
dirigida a resaltar los valores nacionales y el amor a la patria” (Cfr. Los
scouts de Meinvielle, Buenos Aires, Profika, 2001, p. 139). Y a continuación,
el autorizado y fiel testigo que esto relata, describe el festejo del 25 de
mayo de 1944, con misa de XI campaña, toque de tambores y clarines, bandera
desplegada e izada hasta el tope, y un concurso varonil del que “resultaba
ganador el que armaba primero el mástil e izaba el pabellón nacional” (ibidem,
p. 140). Olvidada pedagogía del patriotismo cristiano. Traicionada pastoral
vertebrada en la pietas, sin la cual no hay justicia alguna. ¡Qué nostalgia al
traerla nuevamente a la memoria, cuando arrecian tiempos crepusculares!
En este año del centenario del natalicio del
Padre Meinvielle, en este mes de julio que contiene la festividad de la
Independencia, y en esta hora de tinieblas, de una espesura como pocas veces se
han enseñoreado sobre la Argentina, nos place evocar así al maestro. Entre
tambores y clarines. Como párroco de la Cristiandad,
atendiendo a Occidente desde el humilde Versailles. Como defensor de nuestra
unidad de destino en lo Universal. La cruz en una mano, y bien al tope el
pabellón azul y blanco.
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