EL DEBER DEL PREDICADOR
Publicamos este artículo que nos
enviara el Dr. Montejano por medio de un mail el 14 de Octubre, destinado a un medio
español especialmente, pero entendemos que no podemos dejar de publicarlo en
nuestro blog, que se honra en hacerlo.
En la segunda lectura de la Liturgia de las
horas de hoy, encuentro un texto de san Gregorio Magno papa, que tiene
destinatarios manifiestos: Francisco papa y sus cortesanos que invaden o han
invadido los palacios vaticanos: Trucho Fernández, Sánchez Sorondo, Zancheta
(hoy preso en la Argentina condenado civilmente por delitos sexuales) y varios
más.
En nuestros
días el Sumo Pontífice predica acerca de la ecología, el cambio climático, como
en tiempos de la plandemia calificaba el vacunarse como “acto de caridad”, en
tanto Sánchez Sorondo predicaba con los hechos al distribuir la comunión a
pecadores públicos como nuestro presidente turista Alberto Fernández y su
actual pareja, mostrando su total falta de respeto al cuerpo y a la sangre del
Señor.
Todo esto no
es bueno y como ya sucedían cosas parecidas en tiempos de san Gregorio, el
antecesor de Francisco, sentía “una gran tristeza” al reconocer que si bien
“hay personas que desean escuchar cosas buenas, faltan, en cambio, quienes se
dediquen a anunciarlas”.
¿Cuáles son
esas “cosas buenas” que entonces no se predicaban, como hoy tampoco?: son las
verdades del evangelio, la alabanza al Todopoderoso, el anuncio del Reino de
Dios y su justicia, que todos debemos buscar.
Y acerca de
esto ¿qué enseña el evangelio? Rogad al
Señor de la mies que envíe trabajadores a su mies.
La glosa de san Gregorio no tiene desperdicio:
“Rogad también por nosotros, para que nuestro trabajo en bien vuestro sea
fructuoso y para que nuestra voz no deje nunca de exhortaros, no sea que,
después de haber recibido el misterio de la predicación, seamos acusados ante
el Justo juez por nuestro silencio…”
“Es difícil
averiguar por culpa de quien deja de llegar al pueblo la palabra del
predicador, pero, en cambio, fácilmente se ve como el silencio del predicador
perjudica siempre al pueblo, y, algunas veces, al mismo predicador”.
Se refiere
luego al tiempo “calamitoso” en el cual vive, en el cual “nos vemos arrastrados
a vivir en forma mundana, buscando el honor del ministerio episcopal y abandonando,
en cambio, las obligaciones de este ministerio. Descuidamos la predicación y
para vergüenza nuestra nos continuamos llamando obispos… contemplamos
plácidamente como los que están bajo nuestro cuidado abandonan a Dios, y no
decimos nada; se hunden en el pecado, y nosotros nada hacemos para darles la
mano y sacarlos del abismo”
“Nos vamos
volviendo tanto más insensibles a las realidades del espíritu, cuanto mayor
empeño ponemos en interesarnos por las cosas visibles”, o sea mundanales.
“Por eso dice muy
bien la Iglesia, con referencia a sus pastores enfermos: Me pusieron a guardar sus viñas: y mi viña, la mía, no la supe guardar.
Elegidos como guardas de las viñas, no custodiamos ni tan solo nuestra propia
viña, sino que, entregados a cosas ajenas a nuestro oficio, descuidamos los
deberes de nuestro ministerio”.
Maravillosa
toda la enseñanza de un papa magno. Su destinatario es su sucesor Francisco;
junto con él los obispos y en especial los nuestros. Un día, al visitar a un
santo sacerdote en su lecho de muerte en la Clínica San Camilo, me encontré en
una escalera con un gran obispo, una de las excepciones de un triste
episcopado, Antonio Baseotto, quién me preguntó: ¿Qué hace aquí? a lo cual
contesté: Vine a ver al último párroco
católico de San Isidro Labrador, porque los dos siguientes son obispos. Mi
respuesta encierra lo que pienso del grueso de nuestros pastores.
Bernardino Montejano
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