Por Antonio Caponnetto
Querido Marcelo:
Me pides que te
escriba algo sobre Malvinas, para El
Caballero de Nuestra Señora, con motivo de los 25 años del inolvidable 2 de
abril.
Si me lo permites, te
escribiré algo que nunca he contado en público por temor a que se confunda con
vanagloria.
¿Primicia de El Caballero...? Nada de eso. A
nosotros, las únicas primicias que nos tienen que importar son las de la
salvación que, como ha recordado Benedicto XVI en su Homilía sobre la Natividad
de la Virgen del 2005, nos llegan gracias a los méritos de María Santísima.
Ocurrió lo siguiente:
Hacia fines del 2004, en una de las visitas habituales a la librería Santiago
Apóstol, me llamó la atención un libro entonces reciente: Malvinas: la última guerra romántica. Su autor, un veterano de la
contienda, el Teniente de Infantería Comando Dámaso Guillermo Soraires.
Adquirí la obra,
publicada por Ediciones Camino del Bajo,
y al llegar a la página 77, lo que empecé a leer me
causó sorpresa, emoción, gratitud y un llanto contenido que todavía me asalta
en cada releída.
Cuenta Soraires que
el Teniente Frecha encontró el cuerpo sin vida del glorioso Subteniente Oscar
Silva, caído en combate. En la chaquetilla de su uniforme de batalla había “una
poesía que recordaba muy bien”, titulada “Maestro de Combatientes”. Soraires
agrega entonces, antes de seguir con el relato, una evocación en prosa de unos
versos míos que incluí en el prólogo que me pidiera para su libro el entrañable
amigo Miguel Angel Ferreyra Liendo. La
parte evocada en prosa es aquella que dice en el original: “Que no me ofrezcan lo que nunca tuve / por compensar lo que nos han quitado,/ el honor de decir: donde yo estuve/ flamea un estandarte soberano”. Acota al
fin Soraires, que el Teniente Frecha llevaba consigo aquel poema postrero del
Subteniente Silva, y al que el caído había titulado “Maestro de Combatientes”.
Pero que él juzgó lícito hacerle un cambio, y así se lo comunicó a “un
Oficial de Marina” a quien le narraba la muerte heroica de Silva. El cambio se
debía, según el Teniente Frecha, a que “ya no flamea el estandarte [en
Malvinas], sino que hay que arrebatar el estandarte”.
Transcriptos los
largos y vibrantes versos del Subteniente Oscar Silva -“composición
actualizada” por el cambio de Frecha- ”el Oficial de Marina manifestó su
intriga por el título original del poema que los había motivado: Maestro de Combatientes. Frecha le
responde que el subteniente Silva había abrevado para su formación en el Centro [de Estudios] Nuestra Señora de la
Merced , donde había conocido al maestro de combatientes, un profesor de
historia e investigador, que le decía que se podía perder una guerra poniendo a
resguardo el honor de los protagonistas. Teniendo en cuenta esa premisa, además
de renunciamiento y sacrificio, el profesor de historia le pedía a su discípulo
que ante la contingencia de una guerra, al combatiente le era debido decir: ’no
me ofrezcan lo que nunca tuve por compensar lo que nos han quitado’. Para poder
decir, donde yo combatí sigue flameando un estandarte soberano”.
He de vencer el
natural pudor, y Dios no permita que sea pecando contra la humildad, para decir
que ese “profesor de historia e investigador” que daba clases en el Centro de Estudios Nuestra Señora de la
Merced ,era yo. Quien repase la
colección de Cabildo correspondiente
a los años que giran alrededor de 1980, verá la sucesión de avisos convocando a
los Cursos que entonces tuve a mi
cargo. Precisamente, fueron los años en que el Subteniente Oscar Silva llegó
desde su San Juan natal a Buenos Aires para incorporarse al Colegio Militar de
la Nación.
Desde que leí esas
páginas de Soraires no pocos sentimientos se me cruzaron al galope. Miento si
no digo que el primero fue el legítimo orgullo, el manso y hondo consuelo de la
recompensa espiritual, y el sobrecogimiento absoluto –un verdadero temor y
temblor- ante la constatación de que de los frutos de mi tarea docente se
estaba dando testimonio. Pero inmediatamente mi memoria buscó entre esos muchos
rostros de tantos alumnos antiguos, la cara del Subteniente Silva, su voz, su
porte, su sencillez y su talante. La memoria quería volver por sus fueros para
rendirle homenaje.
Un año antes de la
aparición del libro providencial de Soraires, yo le había prologado a Alberto
Mansilla su valioso ensayo “Argentina
tiene héroes”,
uno de cuyos capítulos traza precisamente la biografía y la muerte en combate
del legendario Subteniente Silva. De modo que no me era ajena su figura, ni su
trayectoria, ni su sacrificio paradigmático. Pero me era ajena la incomunicable
conmoción de considerar que aquél, a quien conocí como alumno,
conocía ahora como biografiado; que aquél, en suma, a quien traté como joven
soldado, reconocía tras los años y la guerra justa, como héroe de la
nacionalidad. Y sobre todo, me era ajena la paradójica unión del gozo y del
dolor, del honor y de la herida, de la satisfacción y de la pena, de saber que
mi alumno gallardamente muerto, había tenido la magnanimidad de dedicarme su
poema. Pedí misas por su alma, y fue lo mejor que supe pedir para él. Todo
reconocimiento hacia su gesto me resulta insuficiente. No supe ni sabré nunca
cómo agradecerle su discipulado, ratificado con la sangre; y la verdad es que,
no habiendo derramado la mía en el Sur, no me siento merecedor de su gesto.
El Subteniente Silva
cayó bravamente en Tumbledown, como integrante de la Compañía Nácar ,
defendiendo palmo a palmo el suelo patrio frente a la embestida invasora. Una
ráfaga de fuego lo alcanzó en la cintura, la noche del 13 de junio, mientras se
multiplicaba en órdenes y en brazos para que todos sus subordinados pelearan
sin rendirse. Es probable que su último pensamiento estuviera centrado en “la
primera verdad que es el Verbo”, según dejó escrito en su poema. Bienaventurado
él, y los que con él, arrebataron el Cielo por asalto.
El Centro de Estudios Nuestra Señora de la
Merced era una noble y resuelta iniciativa de Juan Carlos Monedero.
Funcionaba en un modesto local rentado en la zona céntrica de Buenos Aires, a
costa de austeridades compartidas, y no debo disimular la precariedad y la
escasez de medios con la que nos movíamos. Tampoco la sencillez de aquellas
clases mías, sin la pericia que suelen traer los años de carrera docente. Sin
embargo, la gracia de Dios, que desde el pesebre sabe hacer brotar lo grande de
lo pequeño y la flor del lodazal, hizo el milagro de que en ese ámbito de
estrecheces y de fervores nacionalistas católicos, y a pesar de mis
limitaciones, se contribuyera a la formación de un héroe. Quienes aún hoy nos
dedicamos al magisterio, y estamos tentados a veces de maldecir nuestra suerte,
de desesperar de la ausencia de frutos, de protestar por la indiferencia de
quienes son nuestros alumnos, debemos pensar seriamente si detrás de esos
jóvenes que se nos ponen en el camino, no hay un Subteniente Silva aguardando
la noche de la próxima Reconquista.
Buenos Aires, Cuaresma del
2007
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