Caridad Poética
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"El Árbol de la Vida" de Ignacio de Ries, pintada en 1653. Capilla de la Inmaculada Concepción Catedral de Segovia |
“Mira
que te mira Dios,
Mira
que te está mirando,
Mira
que te has de morir,
Mira
que no sabes cuando…”
¡Que hermoso poema que nos enseñara
el padre Carlos Lojoya! Si uno lo mira superficialmente, puede creer que el
mismo nos presenta la idea de castigo de Dios, nos lleva al miedo. Sin embargo,
nos ayuda a mirar dos realidades que ninguno puede soslayar, la omnipresencia
de Dios y la finitud de nuestra vida.
La Presencia de Dios, o mejor dicho la omnipresencia de Dios, su presencia en el universo creado, no en partículas como aseguran algunas doctrinas erróneas. Todo Dios está presente en todo el universo y por tanto conoce lo más profundo de nuestro corazón: "Señor, Tú me sondeas y me conoces..." (Sal 138/139, 1), y lo conoce mejor que nosotros mismos. Cuando chicos nos escondíamos de nuestros padres para hacer alguna travesura, pero ellos siempre sabían que algo habíamos hecho, nos delataba la cara, la sonrisa pícara, el miedo al justo castigo, era una manera de conocer que todas nuestras decisiones tienen consecuencias.
En el
Genesis cuando nuestros primeros padres pecaron, pronto se dieron cuenta de su
nada, de su vacío, de su desnudez y tuvieron vergüenza. Monseñor Straubinger meditando
sobre el texto cuando dice “se le abrieron los ojos”, dice que es ahí donde
vieron sus miserias, su pecado y todo lo que han perdido[1].
Quedaron a merced del espejo de la vida, ese que muchos de nosotros no queremos
mirar y preferimos seguir como si nada, como si todo está bien. La nueva
teología o sociología disfrazada de tal, nos dice que no debemos mirar ese
espejo y mucho menos “tener miedo”, como tuvo Adán frente a la miseria de su
ser que se le revelaba, ante el engaño, ante la nada. «Tuve miedo», responde
a Dios Adán y Straubinger nos dice, “He aquí la primera palabra del hombre
después de la caída: tuve miedo; las primeras angustias de un corazón humano,
el primer remordimiento de una conciencia perturbada, que se transmitirá de
generación en generación hasta llegar a nosotros, como las ondulaciones
producidas por una piedra lanzada en las aguas alcanzan la ribera.” Ciertamente
frente a la realidad del pecado nos da miedo, no de un Dios castigador, como
quieren hacernos creer los nuevos socios teólogos, para demonizar lo enseñado
por la Iglesia durante dos mil años, sino a la justicia, que si bien es misericordiosa
no puede no ser justa. La idea de un Dios justo no niega al Misericordioso, ni
la idea de la gran misericordia de Dios, nos puede negar la justicia del
Señor. Nos cansamos de oír discursos
sobre la justicia en lo humano, pero cuando debemos hablar de Justicia Divina nos
corremos y no nos damos cuenta de que las injusticias del mundo tienen su raíz
más profunda en la negación de la Justicia de Dios y de su ley de misericordia.
Los pecadores que se acercaron al
Señor tuvieron miedo de su pecado y supieron enmendarse por eso, El les dice: “tu
Fe te ha salvado”. Una fe que ni ellos mismos conocían tan profundamente, pero Cristo
sí, por eso los exhorta a conocerla y a “no pecar más”, aun sabiendo que volverán
a caer, quizás en cosas más pequeñas, pero caerán y será esa fe la que los
levante. Cristo no fue engañado por Dimas, el conocía muy bien su corazón,
sabía que aquellas palabras no eran una salida elegante, farisaica, salían de
lo profundo de su alma, por eso merecieron la invitación a estar esa misma
tarde en su Reino. Dimas, el primer santo canonizado y nada menos que por el
mismo Señor.
Volvamos al temor, a veces parece
que tener miedo no está bien en esta nueva teología, pero el miedo no es al
Padre Castigador, sino es a nosotros mismos, a nuestras propias caídas, a
nuestras miserias. El miedo es a perder el vínculo, el amor y la caridad con
Dios. Cuando rezamos el pésame, oración olvidada y negada por la nueva
teología, declaramos que es lo que nos pesa, nos pesa perder el Cielo, nos pesa
ofender a un Dios “tan bueno y tan grande como Vos”, le decimos. Hacemos propósito de
enmienda, aún sabiendo que volveremos a caer, una y mil veces. Pero al hacer un
propósito y cuando este es sincero, es también el poner los medios para evitar
la ocasión del pecado, lo cual nos excede totalmente y la concupiscencia que se
abrió con el pecado original volverá a ponernos en esa ocasión, pero si podemos
enmendar los pecados más grandes veremos pronto todos esos pecados pequeños que
no vemos, que no nos damos cuenta y que están ahí abajo tapados por los más
grandes. El crecimiento en la vida espiritual es, sin duda, limpiar la casa,
empezando por los más grandes y complejos para luego ver ese que no se veía y así
en el encuentro más con el Señor que camina a nuestro lado y que sondea y
conoce nuestro corazón. Por eso es necesario recordar que el Señor está a
nuestro lado, nos conoce, nos mira. No tengamos miedo en recordar aquello que
el poeta nos explica con poesía sencilla “Mira que te mira Dios, mira que te
está mirando” …
Podríamos decir también “Mira que
te mira Dios, mira que te esta mirando”, mira que te está amando…
Un santo sacerdote me enseño, que
del único fin del mundo que uno debe preocuparse es el de uno, el propio,
porque es el que más debe importar y el que quizás llegue antes que cualquier
otro, no lo sabemos. ¿Estamos preparados para ese fin del mundo? ¿Para la
llegada del esposo?
Los Santos vuelven a darnos una
hermosa lección y nada más que un joven, como Luis Gonzaga, que responde a sus
compañeros cuando le preguntan qué haría si sabría que en un rato es el fin del
mundo, respondió: “seguiría jugando”. ¿Por qué? Por que estaba preparado,
porque era prudente, porque supo y tuvo claro que “Mira que te has de morir, Mira
que no sabes cuando”.
Cuatro renglones, veintiún palabras,
bella poesía y toda una teología verdadera contenida, que no es teología del
miedo, que no es presentar a un Dios que no es, sino al que Es, y está presente
en toda nuestra vida, al que nos sondea y conoce y que está golpeando nuestra
puerta, como dice otro poeta, para que nos encontremos con él y permanezcamos
siempre cerca y que cuando caemos nos espera como el Padre misericordioso y
justo que es, para ayudarnos a levantarnos a curarnos, a salvarnos
verdaderamente por los méritos de su hijo Jesucristo que padeció y murió por
nosotros.
Hoy para mí, por lo menos,
vuelven a tomar nuevo brillo estas hermosas palabras que nos han enseñado nuestros
mayores, que cantaban los misioneros en su acción apostólica. Palabras que
calan hondo, el Papa Francisco tenía en su recuerdo cuando su abuela se las
enseño y dice que mucho le ayudó[2].
Bellas palabras que hoy parece son despreciadas, quizás desprecien la Teología
que estas simple palabras contienen. No olvidemos y meditemos:
“Mira
que te mira Dios,
Mira
que te está mirando,
Mira
que te has de morir,
Mira
que no sabes cuando…”
Marcelo Eduardo Grecco
Director
[1] Se
les abrieron los ojos, no para adquirir nuevos y más elevados
conocimientos, ni mucho menos para ser como Dios, sino para reconocer su propia
miseria y el terrible engaño de que habían sido víctimas. Perdieron todos los
dones sobrenaturales, la gracia santificante, la inocencia, justicia y santidad
original y la amistad de Dios; hasta sus dones naturales comenzaron a flaquear,
se despertó la concupiscencia, la carne empezó a rebelarse contra el espíritu,
y detrás de todos los males se cernía la muerte y la corrupción de todo el género
humano.
[2] “Yo recuerdo una oración que me enseñó mi abuela; yo tendría dos
años o tres años, más no tenía; y me llevó a su mesita de luz y ahí tenía
escrito un versito. “Me tenés que rezar esto todos los días, así te vas a
acordar de que la vida tiene un fin”. Yo no entendía mucho, pero el verso lo
tengo grabado desde los tres años: “Mira que te mira Dios, mira que te está
mirando, piensa que te has de morir y que no sabes cuándo”. Y me ayudó.”
Discurso a sacerdotes y miembros de la Curia de Valencia, 18-9-2018
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