El Calvario y el Sacerdocio
Homenaje en las Bodas de Oro
Sacerdotales que
el Padre Carlos Alberto Lojoya
celebra en el Cielo
Nuestros ojos se dirigen hoy, especialmente,
al Monte Calvario. A la Cruz y al Crucificado y allí contemplamos al Sumo y
Eterno Sacerdote que se ofrece a sí mismo en sacrificio por nuestros pecados,
es ofrenda para la redención de todos los hombres y de todo el hombre, para
elevar esta naturaleza caída y restaurarla de manera más sublime.
Es ahí, en el Calvario, donde el Señor
completa, por así decirlo, la misión sacerdotal por eso es la Cruz la máxima
expresión del sacerdocio. Todo sacerdote debe subir a la cruz para hacer pleno
su sacerdocio. Benedicto XVI lo explica maravillosamente: “El único camino para subir legítimamente
hacia el ministerio de pastor es la cruz. Esta es la verdadera subida, esta es
la verdadera puerta. No desear llegar a ser alguien, sino, por el contrario,
ser para los demás, para Cristo, y así, mediante él y con él, ser para los
hombres que él busca, que él quiere conducir por el camino de la vida. Se entra
en el sacerdocio a través del sacramento; y esto significa precisamente: a
través de la entrega a Cristo, para que él disponga de mí; para que yo lo sirva
y siga su llamada, aunque no coincida con mis deseos de autorrealización y
estima…”[1]
Por todo esto nos parece significativo que
hoy, cuando contemplamos litúrgicamente el Calvario y la Cruz, estemos dando
gracias al Señor por el sacerdocio del Padre Carlos Lojoya, quien hace
cincuenta años recibía el Orden del Presbiterado, para servir a Cristo en la
Iglesia y en las almas. Decimos significativo porque quienes hemos conocido al
padre Carlos, quienes su historia, no podemos dejar de pensar que su vida
sacerdotal si bien tuvo consuelos y gozos, estuvo signada por la cruz, que
provoca la entrega total y absoluta a Cristo, que genera en este particular
tiempo de la Iglesia, el amor incondicional a ella y a la Verdad.
Una cruz que se manifestó de distintas
maneras, desde su primeros pasos como diácono con la muerte en un accidente
terrible, en el que él estuvo presente, de su padre espiritual, el padre Pablo
Di Benedetto, todos sabemos lo que es perder un padre espiritual de tal talla o
acaso no lo vivimos con la partida temprana del padre Carlos, quedando muchos
en la orfandad espiritual. Se manifestó en el desprendimiento que significó
dejar la gran ciudad para ir al desafío de la misión, dejar padre, madre,
familia y amigos para llevar sembrar la Verdad entre los puntanos,
especialmente en los más jóvenes a quienes les dedicó sus desvelos y por cuyas
almas latía su corazón de padre que no quería que ninguno se pierda, por los
buenos tuvo gozo, por los otros llanto y dolor, oración y sacrificio.
Cruz de no poder acompañar al padre en sus
últimos momentos, a su madre, a sus hermanos en ese duro momento de acompañar y
consolar: “Yo tengo que estar lejos. Son los caminos del Señor. Pero
físicamente nomás, el corazón está junto a Ustedes y en especial al de mamá.
Dios me pide esto. Yo todos los días subo al Calvario a ofrecer Misa por todos.
(….) Si hay cruces, son ellas las que nos transforman en cristianos. Porque en
la Cruz está la Salvación”[2] .
Cruz en el desgarro de aquella comunidad por
la que tanto desvelo tuvo, en aquel lugar donde sembró con ahínco el reino de
Dios, desgarro y vuelta a la capital no sin dolores y menosprecios de algunos, el
Señor tenía para él un fino cincel, que iba modelando su alma.
Cruz por la Iglesia que amaba y que veía en
un camino hacia una ruptura con la tradición y la verdad, le dolía la Iglesia
como a nadie, porque en ese renunciamiento de muchos, mercenarios de la fe,
veía las almas que no encontrarían el consuelo de Cristo. Le dolían los sacerdotes
en sus desvíos ya sea personales, teológicos y litúrgicos, lobos con disfraz de
pastores.
Cruz de las persecuciones de aquellos que rompían
en dos a la Iglesia, por un lado el progresismo y por otros aquellos que se
autoproclamaban conservadores de la fe, prescindiendo de la Iglesia, Madre y
Maestra. Ambos le difamaban y atacaban por lo mismo, ser fiel a la Iglesia, a
la hermenéutica de la continuidad, como diría Benedicto XVI[3]. Fiel en la prédica, fiel
en la celebración, fiel en la formación del pueblo de Dios.
Cruz en el ver al Señor maltratado una y mil
veces en los abusos litúrgicos, que se multiplicaban día a día, ver como el
pueblo de Dios era engañado con falacias para que penetrará en la Iglesia
ideologías baratas que quitaron el valor sagrado de las celebraciones. Le dolía
el alma, no por ritualismo, por rigidez, como se instala en esta nueva realidad
eclesial que nos toca vivir, sino por amor profundo al Señor y al Misterio de
gracia que se celebra. ¿Acaso no es la Misa un nuevo calvario?
Cruz en la enfermedad y muerte de su madre,
porque para el sacerdote la “madre lo es todo”[4], como el mismo afirmó.
Cruz de su ministerio, porque nunca dejó de
visitar hospitales a pesar de que les tenía aprensión, porque sufría por
nuestros pecados, porque a pesar del cansancio que podía llegar a tener no dejo
de celebrar, de confesar, de motivar la misión, de dar formación a todos, pero
en especial a los jóvenes porque quería que todos estuviéramos en el camino de
Cristo. “Más jóvenes en Gracia y más Gracia en cada joven”.[5]
Pero el Señor no le dejó sin su propio
calvario, no el de la Quebrada que cuidó con tanto celo pastoral, sino el de su
propia alma. Luego de entronizar solemnemente la imagen donada por un sacerdote,
de Nuestra Señora de San Nicolás, en una hermosa ermita afuera del Templo, debe
ser internado en la Terapia Intensiva, y allí subir a esa Cruz final que el
Señor le tuvo preparado, sin acompañar a sus chicos en la primera comunión, que
por única vez había adelantado para poder estar junto a sus hijos espirituales
que serían consagrados sacerdotes. Aquellos días y sufrimientos solo Dios los
conoce, sus penas oraciones y angustias, sus gozos y consuelos de la Santa
Madre de Dios, de San José solo él los debe haber vivido y nunca nos llegó a
contar esa experiencia, porque la obra de Dios estaba terminada aquel seis de Diciembre
a la mañana, en que entregó su espíritu al Crucificado.
Está cruz vivida y asumida no se la quedo
para él, sino que nos la predicó una y mil veces, nos enseñó que el camino es
la Cruz, que no hay vuelta. Recuerdo aquel sermón en que cuenta el cuento de
aquel que se quejaba con el Señor de su cruz y Este le llevo a un lugar para
que elija la que mejor le cabía y esa fue la misma que le había dado el Señor,
porque El nos da la Cruz “en justo peso y medida”.
Al contemplar al Crucificado en este Viernes
Santo, damos gracias por tanto bien realizado en el Sacerdocio del padre
Carlos, sacerdocio que sigue vivo en sus prédicas inmortalizadas en sus audios,
en sus hijos sacerdotes fieles y en aquellos que recibimos la semilla y que
debemos seguir sembrando, por todo esto es que si bien el celebra en el Cielo
sus Bodas de Oro, nosotros la celebramos en la tierra.
Terminemos como a él le gustaba, con esta
poesía de Peman, al Crucificado, al Cristo de la Buena Muerte pidiendo por los
sacerdotes y qué haya cada día más hombres que quieran subir con él al Calvario
de la Cruz, en el sacramento del sacerdocio.
¡Cristo de la Buena Muerte,
el de la faz amorosa,
tronchada como una rosa,
sobre el blanco cuerpo inerte
que en el madero reposa.
¿Quién pudo de tal manera
darte esta noble y severa
majestad llena de calma?
No fue una mano: fue un alma
la que talló tu madera.
Fue, Señor, que el que tallaba
tu figura, con tal celo
y con tal ansia te amaba,
que, a fuerza de amor, llevaba
dentro del alma el modelo.
Fue, que, al tallarte, sentia
un ansia tan verdadera,
que en arrobos le sumía
y cuajaba en la madera
lo que en arrobos veía.
Fue que ese rostro, Señor,
y esa ternura al tallarte,
y esa expresión de dolor,
más que milagros del arte,
fueron milagros de amor.
Fue, en fin, que ya no pudieron
sus manos llegar a tanto,
y desmayadas cayeron...
¡y los ángeles te hicieron
con sus manos, mientras tanto!
Por eso a tus pies postrado;
por tus dolores herido
de un dolor desconsolado;
ante tu imagen vencido
y ante tu Cruz humillado,
siento unas ansias fogosas
de abrazarte y bendecirte,
y ante tus plantas piadosas,
quiero decirte mil cosas
que no se cómo decirte...
¡Frente que, herida de amor,
te rindes de sufrimientos
sobre el pecho del Señor
como los lirios que, en flor,
tronchan, al paso, los vientos!
Brazos rígidos y yertos,
por tres garfios traspasados
que aquí estais; por mis pecados
para recibirme, abiertos,
para esperarme, clavados.
¡Cuerpo llagado de amores,!
yo te adoro y yo te sigo;
yo, Señor de los señores,
quiero partir tus dolores
subiendo a la cruz contigo.
Quiero en la vida seguirte,
y por sus caminos irte
alabando y bendiciendo,
y bendecirte sufriendo,
y muriendo bendecirte.
Quiero,
Señor, en tu encanto
tener mis sentidos presos,
y, unido a tu cuerpo santo,
mojar tu rostro con Ilanto,
secar tu llanto con besos.
Quiero, en santo desvarío,
besando tu rostro frio,
besando tu cuerpo inerte,
llamarte mil veces mio...
¡Cristo de la Buena Muerte!
Y Tú, Rey de las bondades,
que mueres por tu bondad
muéstrame con claridad
la Verdad de las verdades
que es sobre toda verdad.
Que mi alma, en Ti prisionera
vaya fuera de su centro
por la vida bullanguera;
que no le Ileguen adentro
las algazaras de fuera;
que no ame la poquedad
de cosas que, van y vienen;
que adore la austeridad
de estos sentires que tienen
sabores de eternidad;
que no turbe mi conciencia
La opinión del mundo necio;
que aprenda, Señor, la ciencia
de ver con indiferencia
la adulación y el desprecio;
que sienta una dulce herida
de ansia de amor desmedida;
que ame tu Ciencia y tu Luz;
que vaya, en fin, por la vida
como Tú estás en la Cruz:
de sangre los pies cubiertos,
llagadas de amor las manos,
los ojos al mundo muertos,
y los dos brazos abiertos
para todos mis hermanos
Señor, aunque no merezco
que tu escuches mi quejido;
por la muerte que has sufrido,
escucha lo que te ofrezco
y escucha lo que te pido:
A ofrecerte, Señor, vengo
mi ser, mi vida, mi amor,
mi alegria, mi dolor;
cuanto puedo y cuanto tengo;
cuanto me has dado, Señor.
Y a cambio de esta alma llena
de amor que vengo a ofrecerte,
dame una vida serena
y una muerte santa y buena.
¡Cristo de la Buena Muerte!
Supla la Gracia, la deficiencia de la pluma
Marcelo Grecco
Revista El Caballero de Nuestra Señora
Director
15 de abril de 2022
Viernes Santo
[1]
Benedicto XVI Homilía en la Ordenación Sacerdotal de 15 Diáconos de la Diocesis
de Roma 7 de mayo de 2006
[2] Carta a su hermana Alicia, publicada en el
libro Sembrador… Semblanza y escritos del Padre Carlos Alberto Lojoya del Padre
Miguel Ángel fuentes IVE (en adelante “Sembrador…”)
[3] Oportunamente público un discurso del Cardenal
Ratzinguer en este sentido
[4] Homilía en la Parroquia Nuestra Señora de
Visitación, Misa de cuerpo presente de la madre del padre Nadal
[5] Lema que instauro en el Secretariado de Jóvenes
de San Luis, según consta en el libro del Padre Fuentes
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