¡Cuando Dios quiere!
El presente artículo se publicó en 2011, no habíamos pasado
la pandemia y la muerte no se había hecho tan evidente, sin embargo, creo que
hoy seguimos en la misma línea.
El Titanic lucía pomposo una
inscripción que afirmaba: “Ni Dios podrá hundirlo”; hace poco más de un año un
político argentino declamo “hay…, para rato” y lo mismo dijo un político
americano hace poco más de un mes.
El primero no soporto su primer
viaje, el segundo murió meses después y el tercero afronta un cáncer de suma
gravedad (por el cual murió meses después de esta nota), a punto de llegar a
ponerse en “manos de Dios” e incluso haber pedido la unción de los enfermos,
que el argentino rechazo.
No se trata aquí de hablar
de quienes dijeron esto, sino de una situación que se repite a diario en muchas
almas, porque la causa es la misma que la del primer pecado: la soberbia.
Cuando uno habla de lo evidente,
que es la muerte, la gente quiere negarlo y no es que no nos causa cierto
escozor pensar en la muerte, pero no podemos negarla. Podemos dejar de meditar
en ella, pero ella existirá a pesar de esa negación y sobrevendrá más tarde o más
temprano.
Bien ha puesto en el Divino Impaciente, Pemán, en boca de Ignacio, aquel sabio consejo a Javier:
“No te acuestes una noche
sin tener algún momento
meditación de la muerte
y el juicio, que, a lo que entiendo,
dormir sobre la aspereza
de estos hondos pensamientos,
importa más que tener
por almohada, piedra o leño”
Pensar en la muerte desde
la fe, es meditar sobre nuestra esencia, nuestro ser, nuestra vocación a la
felicidad, por eso lejos de ser un pensamiento amargo, es un pensamiento lleno
de esperanza, porque uno medita sobre la verdadera felicidad.
Nuestra fe se sostiene en la
esperanza de la resurrección, pero para que esa resurrección sea posible es
necesario la muerte. Esperamos en la resurrección, porque creemos en que Cristo
venció en la Cruz al pecado y a la muerte en su Resurrección, por eso Pablo
exclama: “Si Cristo no hubiese resucitado vana es nuestra fe”.
Creemos y esperamos esa Resurrección,
pero sabemos que es necesario el sufrimiento, pero no un sufrimiento vano, sino
aquel que es ofrecido en la misa de nuestra vida, ofrecido por nuestra salvación
y por la salvación del mundo, “completando en la propia carne lo que falta a
los sufrimientos de Cristo”. Por eso al pensar en la muerte pensamos también en
la vida, pero en esa vida que todos esperamos, la que no tiene fin.
¿Cuándo llega la muerte?
Simplemente, cuando Dios
quiere y como Dios quiere. Miremos el ejemplo de aquel soldado en Malvinas que
se hizo el muerto y cuando quisieron rematarlo la bala se fundió en el plástico
del Rosario sin que el enemigo logre el objetivo. ¿Cuántos intentos de
suicidios que no se concretan por causas desconocidas? ¿Cuántos accidentes, que,
a todas luces, terminarían en muerte, terminan sin lesionados siquiera?
Pero también, ¿Cuántas
muertes sin explicación? ¿Cuántos desenlaces inesperados de recuperaciones
magnificas? ¿Cuántas maneras “bobas” de morir? Seguiría la lista... Lo cierto
es que nadie sabe ni como, ni cuándo pero un día la muerte nos llega. Como bien
recordaban aquellos versos que alguna vez nos enseñaba el Padre Carlos Lojoya,
y que algunos de la nueva teología les causa frio y estupor:
“Mira que te mira Dios,
Mira que te está mirando,
Mira que te has de morir,
Mira que no sabes cuando…”
Es la mirada del juez que es
justo, pero que es también misericordioso; es la mirada del Padre que ama
profundamente y “no quiere que nadie se pierda”; es la mirada amorosa y tierna
del Amor por excelencia, mal que le pese a los progresistas, que buscan
esquivarla para hacer sus desastres, Dios Padre nos está mirando siempre y en
todo lugar, cuando somos virtuosos y cuando somos pecadores y nos da siempre la
oportunidad de volver a Él.
Pero volvamos, ni la edad,
ni la salud, ni siquiera el lugar donde nos hallemos, nada nos garantiza la
vida. Porque en este mundo no hay lugar, ni momento seguro y muchos menos en
estas horas de locura, donde la violencia callejera se multiplica ferozmente.
Con razón decían nuestros mayores, que no tuvieron un catecismo diluido, que
debíamos estar en Gracia y por eso afirmaban “que me pille confesado”.
¿Qué importan los papeles de este
mundo si no arreglamos las cuentas con la eternidad? Cada vez más escucho
cuantos piensan en aquellos desgraciados que mueren en pecado público
(aclaramos que no condenamos a nadie, porque queda siempre en la Misericordia
de Dios) y alaban por el momento de supuesto placer en el que han muerto,
admirando esa forma de morir y deseándola, sin pensar que ese instante les pudo
arrebatar la eternidad, yo prefiero admirar a San Dimas que supo robarse el
Cielo en apenas un instante.
Caminando, días pasados por el
cementerio con una amiga, recordaba aquella enseñanza de un santo sacerdote,
quien nos contaba que de joven él tenía ataques de sentirse imprescindible y
entonces iba al cementerio a ver la inmensa cantidad de imprescindibles dormían
ya el descanso eterno. Claro hoy ya no vamos a los cementerios, quemamos a
nuestros difuntos no por el tema del “negocio”, sino porque se nos hace menos difícil
el duelo. Lo despedimos en la puerta del cinerario y cuando nos dan la ceniza
las depositamos en algún lugar menos complicado para recordarnos la muerte que
un cementerio[1],
cuando nos los arrojamos en algún lugar en el que pronto se dispersaran. No
olvidemos que enterrar a los muertos y rezar por ellos es una obra de
misericordia por ellos y por nosotros, porque visitar un cementerio nos
recuerda la finitud de nuestra vida.
Que podamos meditar sobre la muerte como el principio
de la vida y le pedimos a San José nos alcance una buena muerte, que la
humildad de Nuestra Señora nos auxilie y aleje de nosotros toda soberbia, toda
autosuficiencia, que podamos confiar en el Señor, que es el único que sabe el
día y la hora.
Que siempre estemos listos y con la Madre Maravillas podamos
decir confiados:
“LO QUE DIOS QUIERA... COMO DIOS QUIERA, CUANDO DIOS
QUIERA...”
Supla la gracia, la deficiencia de la
pluma.
Marcelo Eduardo Grecco
12 de julio del año 2011
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