Lo que Jamás los Ojos Vieron

Hugo Wast 



Y sobre la enorme ciudad, que el Rosch Silberstein contemplaba como la Babilonia de las profecías, floreció la milagrosa primavera del Congreso Eucarístico. Podrán pasar mil años de prevaricaciones, como un torrente de lodo, pero no se borrará la marca divina que el Congreso Eucarístico grabó en el corazón de la ciudad. Ni en los tiempos apostólicos, ni en las Catacumbas, ni en las Cruzadas, los ojos vieron, ni los oídos oyeron confesiones de fe colectiva como las que desbordaron en las calles atónitas de la inmensa capital. Porque Buenos Aires que conocía toda suerte de pecados, era inocente, por rara misericordia, del pecado nauseabundo de la blasfemia, que ha contaminado a otros pueblos. Durante cinco días se estancó la vida comercial, política y social. No hubo interés ni curiosidad, ni tiempo para otras cosas. Días radiantes, noches de claras estrellas. Amistad en manos desconocidas. Dulzura en labios amargos. Fervor contagioso en el aire. Banderas de todas las naciones, y un solo escudo, con un solo símbolo, sobre casi todas las puertas. Buenos Aires se hallaba en estado de gracia. Centenares de altavoces, a lo largo de las avenidas, desparramaban instrucciones, noticias, plegarias, discursos, cánticos. El bosque de Palermo, orgulloso de la inmensa Cruz levantada en sus jardines, había florecido como la vara de Aarón. Y en la tarde que llegó el Cardenal Legado del Papa, hasta los espíritus fuertes, sintieron que .su indiferencia era simulación ridícula, y se dejaron arrebatar por el torbellino. Mauricio Kohen obedeció a la mano irresistible que lo empujaba al puerto. Una incontable muchedumbre llenaba las dos aceras de las calles que iba a recorrer aquel extraordinario embajador, de un rey sin ejércitos. Por primera vez, en la historia de la Iglesia, el Papa enviaba allende el océano, a su propio Secretario de Estado. Mauricio Kohen, circuncidado en la Sinagoga, bautizado en, la Catedral, enemigo tenaz del catolicismo, presenció con fría y hostil curiosidad el desembarque del Cardenal, cuya aparición, en la planchada del buque, electrizó ala multitud. No admiró la evidente majestad del purpurado. No se estremeció como los demás, bajo la cruz que trazó en el aire su pálida mano consagrada. Y escuchó con displicencia aquella voz de timbre puro, que en un castellano perfecto, con dulce pronunciación italiana, arrojó sobre la ciudad y sobre el mundo por centenares de miles de altavoces, palabras aladas como una oración:"Mensajero de la paz de Dios, que el mundo no puede dar… Que ni un solo corazón esquive las llamas del Corazón de Cristo... Sobre nuestros sentimientos flota una esperanza, que es una plegaria. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo." Lágrimas silenciosas rodaban por las mejillas de muchos. Buenos Aires se inclinaba sobre su propio corazón para contemplar maravillado aquel encuentro consigo mismo, bajo la bendición del Papa. Mauricio Kohen, fosco, triste, arrepentido de su curiosidad, medía el abismo que lo separaba de aquella creencias. No había puente para cruzarlo, ni en este mundo ni en el otro. La voz de bronce de las torres lo aturdió. Las banderas, los escudos, los vítores, las músicas militares, exacerbaron el rencor en sus entrañas. Se refugió en casa de Thamar, lejos del centro. Thamar le enseñó, en el Libro de Daniel, esta hermosa plegaria:"Escucha, Señor, la oración de tu siervo y sus súplicas. Vuelve tu rostro a causa de Ti mismo sobre tu santuario desolado."Mira la ciudad sobre la cual se ha invocado tu Nombre, porque nosotros no derramamos nuestras oraciones ante Ti, por razón de nuestra justicia, sino por la grandeza de tus misericordias... Señor, escucha y obra... No tardes, a causa de Ti mismo, porque es tu Nombre· el que se ha invocado sobre la ciudad y sobre tupueblo..." (Dan. 9. 8. 19.) Mauricio no respondió nada. Thamar abandonó sus Profetas, y con esa movilidad de su raza, que tan pronto está en las oraciones, tan pronto en los negocios, le dijo:-¿Has visto el curso del oro en Londres? Mira esta noticia. El oro en Londres había empezado a bajar. Hacía tres días que bajaba. Desde 22 chelines la libra había subido rápidamente a 160, y de nuevo comenzó a cotizarse por onzas. Pero se detuvo y empezó a bajar.-¿Por qué la baja? -preguntó Thamar-. ¿Es 2 Capitulo del libro el Kahal -Oro una maniobra? ¿De quién? Mauricio respondió con despego: -¡Qué quieres que sepa yo!-¿Por ventura va a tener razón ese hombre, que no ha comprado un solo gramo? ¿Qué piensas de esto'?- No se me ocurre nada.-¿Estas cansado?-Sí.-Acuéstate y duerme. Esa noche llovió. Pudo temerse que una temprada de lluvias primaverales impidiera las ceremonias del Congreso al aire libre, que se anunciaban con un esplendor inusitado. Pero esa lluvia fué sólo para lavar el lo de Buenos Aires y comenzó aquella serie de días milagrosos, que no se olvidarán. Mauricio Kohen llamó por teléfono a Marta, y no obtuvo respuesta. Más tarde fué a visitar a la huérfana de Ram y no la halló. Entonces se encerró en su casa como un lobo enfermo. Sobre su mesa se acumulaba el correo. No abría una carta, ni un telegrama. Su corazón estaba lejos de los negocios. ¡Incomprensible sensación! Sentía lo rondando aquella inmensa Cruz que se alzaba en los jardines de Palermo y que en esos días fué el centro del mundo católico. A la segunda mañana la mano irresistible lo empujó hacia ella. Fué el día de la Comunión de los niños. Los perfumes del bosque, renovados por la primavera incomparable, ascendían en el aire purísimo, semejantes al humo de un incensario. Y allí, cortando el cielo, sin la más ligera nube, la Cruz, maravillosa de genio, férrea en su estructura, mas de tal manera graciosa y alada, que parecía hecha de nieve. Adentro de su enorme caparazón blanco se ocultaba el Monumento de los Españoles. España venía a quedar así, providencialmente, en el lugar que le hadado su historia, en el corazón de la Cruz. A las siete, hora en que llegó Kohen, no había un alma en el vasto anfiteatro. Dos o tres figuras negras se movían sobre la alta plataforma, cerca de los cuatro altares en que los cardenales celebrarían la misa. Subió la escalinata, y escuchó conversación que mantenían en francés aquellos señores, llegados para las fiestas y sin duda testigos de otros congresos en otras naciones: -Los argentinos son muy optimistas, y anuncian grandes cosas. ¡Vamos a ver! Son las siete de la mañana y aquí no hay nadie. ¿Los cree usted capaces de concentrar los ochenta mil niños que deben comulgar en la misa de las ocho? El que oía, un sacerdote, no ocultó su inquietud, pero respondió así: -Ellos afirman que a la hora de la misa estarán aquí los ochenta mil niños. -¡Imposible! Ni ochenta, ni cincuenta, ni veinte. ¿Calcula usted lo que es traer dos mil camiones y tranvías desde los extremos de una ciudad como ésta, más extensa que París y que Londres, y concentrarlos en un solo sitio, en los sesenta minutos que faltan? -¡Realmente! Pero ellos .-Yo he visto movilizar cuerpos de ejército. Elsolo desfile de diez mil soldados exige dos o tres horas... ¿Cómo piensan concentrar en una ochenta mil niños? ¡Sería un milagro! -Esperemos, pues, el milagro -respondió el sacerdote. Kohen dió vuelta alrededor de la Cruz. De pronto, desde aquella plataforma que dominaba un enorme espacio, se vieron aparecer las cabezas de las primeras columnas. De ·todos los rumbos, por calles y avenidas, se aproximaban centenares de automóviles, tranvías, camiones, repletos de chiquillas vestidas de blanco y de muchachos con trajes domingueros y moño al brazo. Y aquella cohorte se movía y avanzaba como un mecanismo perfecto, ensayado cien veces. Era una visión estupenda .-¡He ahí el milagro! -exclamó atónito el sacerdote-. A las ocho en punto, los innumerables bancos de las avenidas se llenaron con graciosos enjambres de criaturas, bajo el brillante sol de octubre, que hacía resplandecer las velas, y los ojos y las almas. ¡Ciento siete mil niños! ¡Veintisiete mil más de los calculados! Kohen descendía de la plataforma y se detuvo impresionado por el cuadro bellísimo; y en ese minuto las cuatro graderías de la Cruz quedaron ocupadas por dignatarios de la Iglesia, con ornamentos litúrgicos, y sacerdotes de sobrepelliz. No pudo ni retroceder, ni avanzar, y se encontró acorralado. Ya sobre los altares, donde cuatro cardenales empezaron a celebrar la misa, resplandecieron trescientos copones colmados de hostias que iban a ser consagradas. Desde la torre de comando, un locutor iba describiendo la ceremonia, y su frase ferviente se esparcía por el mundo. Los cien mil niños arrodillados, formaban una cruz clara y viviente en medio de la muchedumbre oscura y densa, más de un millón de personas, que cubrían los jardines. Llegó la Elevación. El locutor anunció que dentro de breves instantes Cristo, al conjuro del sacerdote, bajaría real y verdadero y convertiría aquel pan y aquel vino en su cuerpo y en su sangre. Augusto silencio acogió sus palabras. Kohen sintió que no podía permanecer de pie, ni aun arrinconado como estaba, y cayó de rodillas, y adoró si querer el misterio católico por excelencia, y merced a ese dogma sutil y profundo de la Comunión de los santos, que hace de todos los fieles un solo cuerpo, la batalla que la gracia libraba en aquel obstinado corazón, repercutió dulcemente en un millón de corazones, que ignoraban el porqué de su misteriosa emoción. Cuando Kohen se levantó, confuso e irritado, vió descender por las gradas los trescientos sacerdotes de estola y sobrepelliz, llevando el copón, cubierto de un corporal, para que el viento no arrebatase las sagradas hostias. Muchos ocuparon los automóviles que los aguardan que debían dar la Comunión a niños que distaban centenares de metros. El mísero Kohen contempló desde su rincón el arribo de Cristo a las bocas puras, a los pechos inflamados. Comprenndió que sus ojos estaban ahora marcados para toda la eternidad. Quien vió aquello lo verá siempre, aunque blasfeme y se apriete los puños sobre las cuencas doloridas.-Señorexclamó en voz baja, queriendo hacer una protesta de su fe judía-: Y o bien sé que os levantaréis y tendréis piedad de Sión. Porque verdaderamente el tiempo de la piedad ha llegado. Había empleado las palabras de un salmo del rey David, y ellas, por asociación de ideas, le recordaron el versículo del Evangelio de Juan, que explica la impenitencia de los judíos:"Muchos, sin embargo, aun entre los miembros del Sanedrín, creyeron en El, pero a causa de los fariseos, no lo confesaron, para que no los echasen de la Sinagoga. Y es que amaron más la gloria de los hombres, que la gloria de Dios."(Juan, 12. 43.) Ya las misas habían concluído, pero los sacerdotes proseguían distribuyendo la Comunión, con un orden maravilloso. Media hora después, todos los niños, sin moverse de su lugar, habían comulgado y daban gracias repitiendo la oración que, como otro pan celeste, distribuía el locutor desde su torre. Y todo se realizó en menos de hora y media. El micrófono entonces anunci6 al Cardenal Legado, que apareció al extremo de la Avenida, bendiciendo al pueblo. Pasó maravillado en medio de los cien mil pequeños comulgantes, que lo vitoreaban agitando banderitas papales y argentinas, y se llenaron de lágrimas sus oscuras pupilas .-¡Esto es el paraíso! Kohen descendía la escalinata, huyendo de la gracia que lo perseguía, cuando llegó el Cardenal, y tuvo que inclinar de nuevo la cabeza para recibir la bendición del Crucificado. -¡Señor! ¡Tened piedad de Sión! -exclamó alejándose de aquellos lugares. Sus oficinas estaban en un vasto edificio de la Avenida de Mayo. Al dirigirse a ellas, más por costumbre que por necesidad: leyó unos carteles callejeros invitando a los hombres a una Comunión que tendría lugar en la plaza, frente a la Casa de Gobierno, a la medianoche. Releyó indignado la invitación. ¿Cómo? ¿No les bastaba arrebatar a los niños? ¿Esperaban, acaso, que hombres, como él, acudirían al llamado del Cristo impostor? En su escritorio halló una esquela de Thamar, que en alguna forma había llegado a saber su ida a Palermo."Efraín se ha apegado a los ídolos. Déjalo." (Os. 4. 17.) -¡No! Dios era testigo de que en su corazón permanecía íntegra la fe del Talmud. Pero quería presenciar las ceremonias, que un tiempo fueron gratas a sus ojos, y medir hasta qué punto la idolatría cristiana subsistía en ese pueblo de Buenos Aires, tan trabajado por el liberalismo, el judaísmo, el ateísmo. ¡Explicación vergonzante y mentirosa! En realidad no preetendió ver ni saber nada. Fué como un ciego tanteando en la oscuridad. Lo impulsaba una mano sin nombre, dulce e irresistible; en sus oídos silbaban las enseñanzas del Talmud, junto, con versículos del Nuevo Testamento: "Duro es cocear contra el aguijón." (Hechos, 9. 5.) Pasó la tarde en su oficina, intentando prestar atención a sus papeles. Sonó el teléfono y reconoció la amada voz de Marta: -¡Gracias a Dios que te encuentro! he llamado cien veces a tu casa... ¿Dónde estabas?... Quería decirte que, por fin, esta mañana comulgué. Tengo el alma llena de luz... ¿No me contestas nada? -¿Para decirme que has renegado tu fe, me llamabas? -respondió Mauricio desabridamente. -Sí; Y para pedir te que esta noche no dejes de ver, desde tu balcón, la Comunión de los hombres en la plaza. -¿Quieres venir a acompañarme tú? -¡No! Quiero que estés solo… ¿Lo harás? -¡No lo haré! Más tarde el cartero le entregó un sobre de futo. Letra de Berta Ram. Dos o tres líneas, que lo conmovieron dulcemente: "He llorado mucho. Pero mis lágrimas son oración, por el alma de mi padre, y por otra alma." Salió y fué a cenar en cualquier parte, sin rumbo y aturdido; y a eso de las nueve regresó. Desde su balcón vió como un hormiguero de hombres la plaza del Congreso, profusamente iluminada. Acudían de todos los rumbos. Unos en corporaciones, con estandartes, cantando himnos; otros, aislados, silenciosos, abstraídos bajo las rachas del huracán interior. En la plaza de Mayo, a dos kilómetros de distancia, estaban los altares y la torre del locutor. Un sacerdote dictaba por el micrófono los movimientos de la muchedumbre. Azoteas, balcones, aceras, zaguanes, eran apretadas piñas de gentes sobrecogidas. Lo que ellos veían, lo que ellos oían, ni lo vieron los ojos ni lo oyeron jamás los oídos. Empezó a correr el río humano. Doscientos mil hombres de toda condición, de toda edad, la cabeza descubierta, confundidos en una franca hermandad, sin armas, sin gritos, sin policía para defenderlos ni ordenarlos ni contenerlos, impulsados por un ansia de luz, marchaban en la noche hacia Cristo. La brisa del río, trayendo en sus alas el sabor del mar lejano, adelgazaba el aire. Desde las suaves estrellas parecía bajar la fervorosa voz del locutor. Su primera plegaria fué en favor de los enfermos, que no podían presenciar el portentoso desfile. Roguemos por los que no han venido, y sufren en sus camas. Padre nuestro que estás en los cielos... Como el ronco bramido del mar fué la respuesta de la muchedumbre. Y otra vez el majestuoso silencio. La segunda plegaria, por los que no quisieron ver, ni oír. -Roguemos por los que no han querido venir, espíritus fuertes, que se creen ateos y no son sino creyentes desesperados, para que el Señor les dé la esperanza de que si se arrepienten ellos también serán perdonados. Padre nuestro. Aquella oración partió la costra del orgullo en muchos corazones. Y se vió desprenderse de zaguanes, balcones, negocios y acudir y confundirse en la marea, a los heridos por el rayo de la gracia. Pero ¡cuántos otros resistieron el impulso interior de arrojarse en el torrente de la sangre de Cristo! ¡Cuántos envidiosos, tristes, irresolutos, aferrados al hierro de un balcón, a un prejuicio, a un pretexto, a un respeto humano, a un bien mal adquirido, a un amor culpable!-Si yo tuviese el valor de retractarme, de restituir, de romo per tal cadena, de huir tal ocasión, de desafiar tal sonrisa, me juntaría con vosotros, comulgaría con vosotros. ¡Rezad por mí, que soy débil y orgulloso, para que vuestro Dios, en quien creo, me haga humilde y fuerte! Así, con las manos crispadas en el hierro de su balcón Mauricio Kohen hacía una hora que resistía la impetuosa tentación de bajar hasta la acera. No lo hacía por miedo de que el oleaje lo envolviera y lo arrebatase. ¡Ah! ¡Eso no debía ser! Los pecados de ellos no eran los de él. Ellos no habían renegado de Cristo, ni maldecido su nombre en la Sinagoga. Cualesquiera que fuesen sus prevaricaciones, ellos estaban dentro del, Credo y cualquier sacerdote podía absolverlos. El, no. Habiendo sido bautizado, y perteneciendo ahora a otra religión, le exigirían que abjurase, antes de permitirle participar de sus misterios. Aunque él se arrojase en el torrente, el torrente lo vomitaría. De nuevo la voz del locutor. Seguía, punto por punto, el oficio del Viernes Santo, que indica por quién es debemos rezar .-Roguemos por la Iglesia de Dios, a fin de que el Señor se digne darle la paz sobre la tierra. Kohen pensó cuántas veces, en veinte siglos, los enemigos de Cristo, movidos por la Sinagoga, habían perseguido a la Iglesia. A unos, ella los había convertido en apóstoles, como a Pablo de Tarso. A otros los había visto hundirse en la eternidad, blasfemando, como Juliano el Apóstata: "¡Venciste, Galileo!"-Roguemos también por nuestro Santo Padre el Papa Kohen pensó:-¡Extraño destino el de los soberanos de la Iglesia! El mundo ha visto a los herederos de cien reyes, despojados de su herencia. Y no ha visto nunca la corona de un Papa, que no tiene herederos caer en manos de sus enemigos. Dinastía inmortal. Cuántas veces se ha anunciado que el Papa reinante, sería el último. Y la profecía cada vez aparece más distante de cumplirse.- Roguemos también por nuestros Obispos y sacerdotes y por todo el pueblo cristiano.- ¡Mezquindad de la Iglesia! -pensó-o ¡Rogar por los suyos! Y el micrófono le respondió en el acto:- Roguemos por nuestros catecúmenos, los convertidos, que todavía no están con nosotros, para que el Señor abra sus oídos y sus corazones ¡Padre nuestro!-¡Estos ruegan por mí! Aunque yo quisiera convertirme, yo no sería un catecúmeno. En su lenguaje, soy un apóstata. Pero no, yo soy judío, y mis leyes el Talmud. El micrófono volvió a responderle, y esta vez la respuesta lo inmutó:-Roguemos por los judíos, a fin de que el Señor desgarre el velo que envuelve sús corazones y ellos también conozcan a Jesucristo. ¡Padre nuestro!...(Oficio del Viernes Santo)...Mauricio Kohen sintió el rostro bañado de lágrimas, y una turbia oración asomó a sus labios:-¡Señor Jesucristo, en quien no creo ni quiero creer el Hijo de Dios! Ayúdame, si tienes valimiento; sálvame de esta oscura asechanza papista y confirma mi incredulidad. -¡La medianoche! -exclamó el locutor-. Va a comenzar el Santo Sacrificio de la Misa, en memoria del sacrificio del Calvario. Después de la consagración, trescientos sacerdotes, con copones, distribuirán la Sagrada Comunión. No sois vosotros los que venís a Cristo; es El mismo quien os saldrá a buscar por las calles, por las plazas por los zaguanes...Kohen no quiso perder aquel espectáculo, que renovaría escenas de los tiempos evangélicos. Descendió de su balcón y se metió en el torrente, murmurando un versículo del profeta Ezequiel: "Iré en busca de la oveja extraviada y levantaré lo que estaba caído." (Ez. 34. 16.) ¿En busca suya, acaso? ¡No, en busca suya no! El no creía, ni quería creer en el dueño de la viña, que buscaba obreros en todas partes y a toda hora. El mismo Ezequiel parecía hablar de él cuando decía: "Y la casa de Israel no querrá escucharte, porque tiene la frente dura y el corazón empedernido." (Ez. 3.7.)Avanzó con los otros, lentamente, hacia la plaza de Mayo, firme en su rebeldía, mas anegados sus pensamientos por aquel mar impetuoso. El locutor habló de nuevo:-Dentro de pocos instantes comenzarán las comuniones. Recuerdo y advierto a mis hermanos que ninguno se acerque a recibir el Sacratísimo Cuerpo de Cristo sin la preparación debida, es decir, sin haberse antes confesado. Silencio que subía hasta las estrellas. La muchedumbre era un océano de contrición profunda y silenciosa.-No hay pecado que no se perdone -clamaba el locutor-.Por los crímenes más desenfrenados que la imaginación pueda concebir; por los delitos más nefandos que el corazón pueda desear, han satisfecho ya las manos y los pies de Cristo, clavado en la Cruz y muero para salvamos. ¿Quién será tan necio, esta noche, que escupa la sangre de Cristo?... ¡La Elevación! ¡De rodillas, hermanos míos, adoremos la Hostia! Aquellos millares de hombres se arrodillaron en la calzada y adoraron la Hostia, que se alzaba en un altar lejano. Volvió la voz vibrante y. fervorosa a hacer la advertencia:-No hay pecado que no se perdone. Si alguno no ha tenido tiempo de confesarse, puede hacerlo ahora con cualquier sacerdote, en la calle misma. Por excepcional disposición de la Santa Sede esta noche todos los sacerdotes pueden absolver todos los casos, hasta los reservadísimos. Esta facultad extraordinaria, jamás concedida con tal amplitud, es para que nadie quede hoy sin recibir a Cristo, que es el Camino, la Verdad y la Vida. En ese momento Buenos Aires presenció el milagro que había de marcar esa noche, como la más asombrosa de sus noches. Vióse a hombres que se apartaban de las filas, se dirigían a cualquiera de los sacerdotes que marchaban entre la multitud, y se confesaban allí mismo, en plena calle, o al pie de una columna, o en un zaguán, o en el rincón de un café, o en el umbral de un negocio, de rodillas o de pie. Y fueron miles de miles los que borraron así los pecados. Y Mauricio Kohen fué uno de ellos. El locutor acababa de pronunciar las palabras de Jesús en el Evangelio de San Juan: "El que come de este pan vivirá eternamente." (Juan, 6. 52.)Y él se sintió traspasado por el ardiente dardo de la gracia y gimió desde el fondo de sus entrañas doloridas: "¡Señor ayuda mi incredulidad! Yo también comeré de tu carne para no morir. "Se acercó a un sacerdote, y se confesó bajo las arcadas del Cabildo, frente a la plaza de Mayo. Se levantó con el rostro en lágrimas, y se aproximó a donde daban la Comunión. Como había anunciado el locutor, trescientos sacerdotes recogieron los copones de hostias recién consagradas, en los cuatro altares de la plaza, y empezaron a distribuidas. Pronto no fué posible dar una hostia a cada comulgan te. porque no hubieran alcanzado, y fué preciso fraccionadas y repartir sus pedazos. Y como la columna humana se extendía en una distancia enorme, muchos sacerdotes descendieron al subterráneo, llevando, por primera vez en el mundo, en aquellos trenes veloces y modernísimos, el Pan que confiere la vida eterna. Lo cual nadie se había imaginado que pudiera ocurrir. Se acabaron las hostias a las dos de la mañana y hubo que llamar precipitadamente a algunos sacerdotes para que celebrasen en la Catedral, ya que la consagración no puede ser hecha fuera de la misa. Y se consagraron y se distribuyeron esa noche 209.000 formas. Eran las cuatro, clareaba el 12 de octubre, y aun seguían los hombres confesándose en las calles y comulgando en la Avenida, en un trayecto de dos kilómetros, de plaza a plaza. A esa hora se retiró Mauricio Kohen, deslumbrado por la nueva luz, y hallando dulzura en el desesperado grito de Juliano el Apóstata: "¡Venciste, Galileo!" Porque es dulce declararse vencido del Amor.

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