Algunas Reflexiones Sobre La Patria Y El Patriotismo. Dr. ANTONIO CAPONNETTO
En el día de la Patria, vienen bien unas reflexiones, siempre acertadas del Dr. Caponnetto, que oportunamente publicáramos en el Boletín Electrónico. Que el Señor Jesús y la Purísima proteja nuestra Nación.
Amor afectivo y efectivo, es el que debemos
a la patria, tal como sabía distinguir acertadamente el Padre Ezcurra. Con toda la sensibilidad estremecida frente
a la belleza de lo amado, pero fundamentalmente, con el entendimiento y la
voluntad prontos para conocer el auténtico bien de lo que se quiere. Querer de complacencia y de exigencia, de
beneplácito y de servicio, de emoción y de intelección, de alegría y de pena,
puesto que son gemelas a la hora del buen amor.
En el católico el patriotismo es y debe
ser una virtud fundada en el Cuarto Mandamiento. Una siembra y un cultivo, una custodia de
raíces antiguas, una tutela de orígenes inamovibles. Un canto fogonero en la
alborada, y un llanto contenido ante las ruinas. Nostalgia de grandezas y dolor de cautiverio,
orgullo de epopeyas y herida frente al escarnio. El patriotismo debe hacércenos nomás -según
el verso marechaliano- una tarea de albañilería junto a una vocación de
agricultura. Pilar y semilla, grano y
piedra, surco y adobe. Para que brote la
tierra y se edifique, hecha flor y guijarro.
El patriotismo reclama entonces al
patriota; esto es, al magnánimo, al pío, al capaz del ascetismo y del
sacrificio extremo. A ese hombre nuevo
que predicó el Apóstol y que el Capitán Codreanu vistió de cruzado para el
rescate cristiano del suelo en que se ha nacido. Se es patriota cabal de la nación que nos ha
dado su ser histórico, sólo cuando se empieza por clavar el ancla del alma en
el paisaje celeste. “Nuestra ciudadanía nos viene del Cielo”, aclarará
nuevamente San Pablo (Fil. 3,20).
Entender así al patriotismo, supone
comprender primero que la Patria es un Don de la Divina Providencia, una
heredad legada por el Dios de los Ejércitos, un patrimonio físico y metafísico
inviolable. Con ecos del paraíso –primer solar humano- y prefiguraciones de la
última Morada. La Patria es una parábola trazada perfectamente por el Creador para
nuestro cobijo y resguardo. Nadie puede quebrar su trazo irreprochable sin
ofender a la Divina Mano que la compuso. La Patria es un aljibe que derrama
aquella agua, brotada de la roca en el Comienzo, por voluntad del Padre. Secarla es someterse a una sed que no se
calmará nunca: la sed del hombre errante que traicionó su sementera. No hay derecho a proscribir lo sobrenatural
de la vida de una nación, escribió Monseñor Berteaud, pues es como exiliar al
alma del cuerpo, a la gracia de la naturaleza, al ángel de nuestros pasos. Y
cuando esto ocurre, los países caen desplomados y se tumban sin sentido.
Así debe concebir a la patria y al
patriotismo el católico De un modo
pleno, profundo, hondamente teológico, sacramental. Sabiendo que ni la clase ni el partido, ni la
raza ni la geografía son razones suficientes y lícitas de un recto nacionalismo. Sólo el afán de construir la Cristiandad en
el tiempo y en el espacio en que hemos sido plantados. Sólo el combate por
instaurar en Cristo los límites visibles e invisibles de la argentinidad.
La
Argentina que surgirá de esta cosmovisión, si Dios lo permite, es la que debe ser, porque ya fue. Porque demostró su ejemplaridad en la
historia y en su proyección universal.
La que fundaron los Reyes Católicos con un gesto imperial y
misionero. La que expulsó al hereje y
tributó sus estandartes a los pies de María. La que eligió los colores de su
manto para tener bandera. La que escaló
los Andes para mirar más alto la independencia de América. La que alistó a sus gauchos para servir de
antemural y de baluarte, de fuerte y centinela.
La Argentina de Hernandarias y Saavedra, de San Martín y Güemes y Belgrano. La que floreció estrella federal con Don Juan
Manuel de Rosas, Caudillo de los caudillos y último Príncipe Cristiano. La de los montes tucumanos enfrentando a los
rojos en Manchalá, Acheral o Lules, sin que arrepentimientos mendaces puedan
rozar ahora la hazaña que ayer tejieron con sus vidas nuestros soldados. La
Argentina del 2 de abril, con sus caídos gloriosos en el suelo entrañable de
Malvinas.
No se
trata de ignorar las miserias de la Patria. Bien las conocemos. Pero nunca debe
asaltarnos la tentación del pesimismo, ni la desesperación de una autocrítica
despiadada, ni el exceso verbal de juzgarnos nada más que lodo, ruinas, fealdad
y oprobio. Como la Dulcinea de
Castellani, tras el cuerpo marchito y el corazón llagado, es necesario ver a la dama por la que resulta impostergable batirse, hasta restituirle el
rostro de los días inaugurales.
La esperanza debe asistirnos cuando de
amar a la patria se trata. Aquella
esperanza sin desaliento de la que
hablaba José Antonio. Porque la Argentina
no nació factoría, mercado, colonia o muladar.
Una proa mariana desembarcó en sus playas, una Cruz Redentora izó el
aire de octubre. Una espada sin mancha
cortó el velo de ruinas. No puede la causa final guardar desproporción con la
causa eficiente. No ha de terminar
arrastrada la que nació bajo las alas del Espíritu...
No es la niebla o el ruido o el ocaso
que ensombrecen la plata de tu nombre,
ni este férreo crepúsculo del hombre
anudando tu forma en el fracaso.
Ayer ancló una nave y en su quilla
traía el Partenón, la luz del Foro,
el pendón de Santiago en gualda y oro
para izarlo en el limo de la orilla.
Después al Sur, por río sin frontera,
la vieron navegar entre alabardas
como un galope azul, como un castillo
Y
ahora dicen que muere en la escollera
Pero velan arcángeles de guarda
Tras la estampa marcial de algún Caudillo.
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